jueves, 22 de noviembre de 2007

Se llama violencia, no pasión

Se llama violencia, no pasión



Por Marta Dillon

Según la Red solidaria, en un informe que se publicó en el portal del Canal 26 de noticias, una mujer es asesinada cada 36 horas en el país. El 40 por ciento de los crímenes, aseguran, son cometidos por sus parejas. Es decir que para las mujeres es más peligroso estar en casa que salir a la calle. El miedo anida dentro y no se puede nombrar porque la retórica del amor suele meter la cola y porque muy pocos y pocas quieren saber lo que sucede puertas adentro de cualquier casa o de cualquier relación.

Es fácil imaginar que estos hechos sin retorno son emergentes de un mar de violencia en el que nadar es sobrevivir apenas y pedir ayuda puede significar –si no se la recibe de inmediato– en hundirse definitivamente. En España, donde hace poco se modificó la ley de violencia de género convirtiéndola en un problema de Estado, la reacción inmediata fue un incremento de las denuncias y también de la violencia misma: haber modificado el estado de las cosas, desnaturalizar el lugar del varón y de la mujer en las parejas, trajo una especie de revancha que se cobraba en el cuerpo de las mujeres. Y lo que es más, buena parte de las muertes que se difundían en los medios –empujadas por esta categoría de cuestión de Estado que había adquirido la violencia de género– tenían que ver ya no con parejas sino con ex parejas que cumplían aquel rito de “será mía o de nadie”. Ahora mismo, pasados un par de años desde la primera reacción, aparece otra, no menos peligrosa: acusar a las mujeres de provocar a los varones, inventar una conspiración feminista que oculta que el 40 por ciento de las víctimas de violencia familiar son varones... en fin, basta revisar la revista Epoca de España, publicación de nostalgias franquistas, es cierto, pero portavoz de una tendencia que se da no sólo en la península sino en buena parte del mundo, tanto en lo que hace a la violencia de género como al abuso sexual infantil. La operación es simple, las mujeres mienten, los niños y niñas mienten influidos por sus madres y hay quienes han descripto este fenómeno con un nombre científico (Síndrome de Alienación Parental) que ahora mismo se esgrime en los juzgados de familia.

Es que hay veces en que ver, duele. Duele ver lo que sucede dentro y duele saber que dentro se replica más allá de las cuatro paredes de cualquier casa. Parece, a juzgar por el modo en que los medios seguimos tratando la violencia de género, que es más fácil pensar que se puede amar hasta la muerte (de la otra, en la inmensa mayoría de los casos), que la pasión ciega al punto de no diferenciar entre la vida y su contraste, que asumir que el amor propio, el ego machista, el odio hacia quienes eligen vivir la sexualidad a su manera puede ejercerce hasta llegar a matar. No se trata de crímenes pasionales, es algo que se ha dicho hasta el hartazgo, y sin embargo cada vez que se asesina a una mujer lo primero que se dice es que se trató de un crimen pasional. ¿Dónde estaría la pasión? ¿En la saña? ¿En la elección de las partes del cuerpo donde se lastima? ¿En el disciplinamiento que se aplica sobre otras mujeres que ahora mismo están siendo víctimas de violencias más sutiles pero no menos graves?

Pareciera que los y las periodistas –a no ser que trabajemos a diario pensando en las inequidades de género– no podemos encontrar otro relato para estos hechos ¿o es que no hay voluntad de buscar palabras?

Esta semana se difundió el parto por cesárea de una nena de 11 años y el embarazo de otra de la misma edad. Cada vez que se contó las historias de estas niñas se habló de la “presunta” violación o abuso. ¿Qué chances hay de que la nena haya querido tener relaciones sexuales? Ahí la palabra correcta según un diccionario helado que no ve más allá del expediente y se traga entera a la vida misma, a lo mismo que quienes escriben no ven, no quieren ver porque duele y obvian así que la violencia se reproduce en esas palabras supuestamente frías. El domingo es el día internacional contra la violencia contra las mujeres, el calendario fija su marca para que el tiempo se vuelva circular y nos obligue a pasar por la misma estación, a ver lo que otras veces no se quiere ver. Una oportunidad para abrir los ojos, aunque duela, para obligar a las palabras a nombrar en lugar de ocultar.

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