sábado, 5 de enero de 2008

Federico, el grande

Federico, el grande

Ilusionista incomparable, Federico Fellini es un enigma a develar filme a filme. En su obra, nutrida en el neorrealismo, la marginalidad se mezcla con la magia y con una mística que promete alguna forma de redención para los inocentes del mundo. Dos lanzamientos recuperan ese legado: Fellini, biografía que acaba de editarse en castellano, se zambulle en el potente imaginario del director de La strada, y Tutto Fellini reúne la música de sus películas. Además, una entrevista con Luis Bacalov, el argentino que musicalizó uno de sus filmes.

Por: Jorge Carnevale




No recuerdo la fecha exacta pero debe haber sido a mediados de 1960. Uno, entonces, era un chiquilín, mero aficionado al cine, y casi no había oído hablar de Federico Fellini, como la mayoría del público local, que sólo recordaba la figura chaplinesca, patética y querible de una tal Gelsomina, maltratada por Zampanó en La strada. De pronto, una noche, en la televisión blanco y negro, la voz metálíca y nasal de Blackie anunció que en su programa habría imágenes con carácter de primicia de ese fenómeno que hacía correr ríos de tinta aquí y allá: La dolce vita. Una serie de fotos fijas contrapunteadas por un timbal mostraban a Nadia Gray tirada en el piso de un lujoso apartamento, apenas cubierta por un tapado de piel, rodeada de gente que aplaudía. En seguida, Anita Ekberg bañada por las aguas de la Fontana de Trevi ante un Mastroianni extasiado. Después, imágenes de lo que suponía ser una orgía, con Marcello cabalgando a una señorita robusta, festejado por muchos. Más allá, gente rezando en un espacio abierto frente a cámaras de televisión, nobles y villanos compartiendo tragos en un castillo decadente, una imagen de Cristo de tamaño natural que sobrevuela Roma, colgada de un helicóptero, Magalí Noel disfrazada de conejita en un cabaret para gente mayor, el severo rostro de Alain Cuny mostrando una sabiduría y a la vez una tristeza infinita y la imagen final de una muchachita de rostro angelical mirando a cámara desde una playa, como pidiendo que alguien sepa cómo salir de ese infierno tan temido.

Blackie, siempre bien informada, notificó a la audiencia que La dolce vita acababa de soportar un turbulento preestreno en el Capitolio de Milán, que había derivado en una interpelación al Secretario de Estado por parte de la Cámara de Diputados, muchos de cuyos miembros pedían la prohibición lisa y llana del film. Tres días antes, en la función de gala organizada en el Fiamma de Roma, Fellini había sido abucheado y escupido por un público paquete que posaba de ofendido ante lo que acababa de ver en la pantalla. Tres meses más tarde, el jurado de la edición número XIII del Festival de Cannes, presidido por Georges Simenon, le otorgaba a la cinta , por unanimidad, la preciada Palma de Oro. Aún así, Blackie culminaba su informe sembrando serias dudas sobre la posibilidad de que alguna vez pudiéramos ver el film por estos pagos.

Afortunadamente, se estrenó (con severas restricciones para los menores, claro) y fue un antes y un después para muchos de nosotros. De pronto, el cine, como la literatura y el teatro, podía cambiarnos la vida.

Treinta años más tarde, en la sala Grand Splendid, ahora convertida en megalibrería, ví con otros colegas "La voz de la luna". Todos sabíamos sin saberlo que esa iba a ser la última película de Fellini. Nos gustó menos que otras, pero como se trataba del Gran Federico y tenía ese tono crespuscular, esa convocatoria a la poesía que sólo cabe en el sueño, además de Paolo Villaggio y Roberto Begnini dejando el resto, hicimos la visa gorda y jugamos a perdonarle la vida, a la hora de criticarla. El tiempo demostró que nos equivocábamos: no se trataba de una película menor, porque nada fue menor en Fellini, artista de una época que le quedaba chica.


Un personaje inabarcable

Los aplicados biógrafos de creadores de este tamaño, siempre tienen la batalla perdida antes de comenzar. La bibliografía sobre Fellini es casi infinita, pero el personaje siempre se les escapa. Es más o menos de lo que registran.

Cuando a comienzos de la década del 80, Hollis Alpert le comenta al director que está metido hasta los huesos en su biografía, con afán de registrarlo todo, Fellini, navegando entre el asombro y el fastidio, sin pecar de grosero, le susurra con su vocecita: "Pero ya se ha escrito tanto...", una réplica como para desanimar a cualquiera.

Alpert, sin embargo, no se entrega. Ya tiene el trabajo muy avanzado y le aclara a su protagonista, que ha leído todo lo que se ha escrito sobre él, pero, en general, se trata de un material muy desorganizado. Fellini no responde pero al poco tiempo, le envía un librito titulado Fellini: Intervista sul Cinema, de Giovanni Graziani. Generoso reportaje que incluía mayor información que cualquier otra fuente. ¿Una gentil manera de sacárselo de encima? Nunca se sabe con Fellini, que es amable con casi todos sus interlocutores, pero miente y tergiversa datos descaradamente cuando se trata de su persona y su obra.

Tullio Kezich, un triestino cabeza dura, emprendió parecida tarea en 1987. La que conocemos ahora en español es una reelaboración y puesta al día de aquel trabajo que sigue pretendiendo ser una reconstrucción minuciosa de la vida y obra de Fellini, con quien mantuvo una amistad de cuarenta años, desde que lo conoció en las terrazas del Hotel des Bains, durante el Festival de Venecia, en 1952.

Por aquel entonces, Fellini era flaco, de pelo largo y había llegado a presentar El sheik blanco, pero todo el tiempo le estuvo hablando de su próxima película, la relación brutal entre dos cómicos de la legua. Es decir: La strada. A Kezich, ese cruce entre el neorrealismo y la magia le pareció un tanto aventurada, pero bastaron un par de charlas para que cayese, como tantos, bajo el influjo y la seducción de ese ilusionista incomparable, mago del escamoteo.

Kezich, ha sumado prestigio como crítico en Panorama, La Repúbblica y Il Corriére della Sera. También dramaturgo, guionista y productor, colaboró con Rosellini y los hermanos Taviani, fundó la productora "22 Dicembre" y ,entre otros, es responsable del guión de La leyenda del santo bebedor, de Ermanno Olmi. Biógrafo prolijo, fatiga archivos hasta el exceso, respeta puntualmente la cronología y no se priva de entrevistar a gente tan cercana al realizador como su propio hermano Riccardo Fellini, Nino Rota, Marcello Mastroianni, Anthony Quinn, Francois Périer, Alain Cuny y tantos otros testigos de primer orden, ya todos desaparecidos, más largos encuentros con Giulietta Masina.

A eso, hay que sumarle su mirada atenta sobre los vatos catálogos de Barbara Anne Price y Theodore Price (Federico Fellini: An Annotated Internacional Biography), los trabajos de John C.Stubbs (Federico Fellini.A Guide to References and Resources) y el exhaustivo estudio de Marco Bertozzi Bibliofellini (tres volúmenes en colaboración con Giuseppe Ricci y Simone Casevecchia).

El Fellini de Kezich procura registrarlo todo, desde la anécdota minúscula a la filmogafía, sin omitir Apéndice, Indice Onomástico y Notas del Autor. Da la sensación de que se resiste a dar por terminado el trabajo, como si sospechase, al cabo de tanta entrega, que falta algo. Y tiene razón. Faltan las imágenes en movimiento, el sitio donde caben todas las respuestas o el mayor misterio. Porque Fellini es un enigma a develar en cada film.


Verdades y mentiras

Toda la trayectoria de Fellini aparece sembrada de versiones contrapuestas. El propio Federico se ha ocupado de contribuir a la confusión general. Siempre se dijo que nació en un tren, en un vagón de primera clase durante el trayecto entre Vicerba y Riccione. Kezich, que parece un perro de presa en estas cuestiones, sostiene que no circularon trenes rumbo a Rímini ese 20 de enero de 1920. Tampoco se escapó para fugarse con un circo a los 12 años. Sí, en una de sus correrías consiguió relacionarse con Aldo Fabrizi en una gira, para quien escribiría luego unos cuantos esquicios teatrales. Cualquiera que haya seguido de cerca su carrera cinematográfica, sabe que no es cierto lo de su falta de compromiso político en esa Italia de posguerra donde o se era del Partido Comunista (o al menos compañero de ruta) o sacaba patente de reaccionario. Sus trabajos como guionista de Rossellini en Roma, ciudad abierta y en Paisá (donde hasta dirigió alguna secuencia), lo desmienten de plano. Pasa que, desde sus primeros filmes, Fellini asoma como un director desesperante, difícil de etiquetar. Nutrido en el neorrealismo -escribió para Lattuada y Germi-, su idea de la marginalidad se mezclaba con la magia y una mística que prometía alguna forma de redención para los inocentes de este mundo. Sus dos primeros títulos (Luces de variedades y El Sheik Blanco resultaron rotundos fracasos en la taquilla italiana. Tuvo que pelear el ingreso de Alberto Sordi para Los inútiles porque los productores lo consideraban veneno de boletería. La strada, filmada con un presupuesto mínimo en las peores condiciones, fue desestimada por la crítica italiana y aclamada en París y el resto de Europa hasta alzarse con el Oscar. Naturalmente, por ese entonces, Giulieta Masina era mucho más conocida que el director.

El lugar donde transcurre Los inútiles no es Riminí, sino una mezcla de ciudades que se le parecen. Aunque aparezca su hermano Riccardo, él no es ninguno de los personajes ni se considera un "vitelloni", ya que siempre estuvo en actividad. En su infancia, no fue a un colegio religioso donde lo sometían a castigos severos (como se ve en 8 y medio), pero su hermanito padecía prácticas semejantes y las registró. Otro de los mitos y leyendas es que Mastroianni fue siempre su alter ego, el actor fetiche que reservaba para su emprendimientos más ambiciosos. Sin embargo, se dice que, en primera instancia, había tentado a Paul Newman para hacerse cargo del Marcello Rubini de La dolce vita, y a Laurence Olivier para meterse en la piel del contradictorio y atormentado cineasta Guido Anselmi. A pesar de la predilección del director por incorporar intérpretes anglosajones, el tiempo demostró que Mastroianni fu siempre la mejor (acaso, la única) elección posible.

Otro equívoco a despejar: Visconti y Fellini se odiaban a muerte. Cuentan que cuando el gran Luchino, salió de ver La dolce vita, acomañado por su habitual corte de adoradores, comentó como al pasar "esos son los nobles vistos por mi criado". Cuatro años más tarde, sin embargo, se reconciliaban con un abrazo en pleno Festival de Moscú, cuando 8 y medio arrasó con los premios.

Alejado del neorrealismo inicial, se vincula su obra con el psicoanálisis, el esoterismo, las disciplinas orientales, la magia, una vez más. Inencuadrable, fue un artista de la modernidad que también podía haber habitado el Renacimiento. Dibujante, ilustrador, cronista de su tiempo, autor de libretos satíricos para la radio y el teatro, guionista requerido para llenar los agujeros que dejaban otros, supo mostrar sin pontificar los cambios que se verificaban en esa Italia de posguerra que postergaba su tradición agrícola para treparse al "boom industrial". Fue el primero que detectó en esa televisión guaranga que crecía al gran enemigo del cine.

Todo Fellini palpita en esos 22 títulos que, en verdad son uno solo. En esa gran película que cubre casi 40 años de anhelos, sueños y desvelos, asoman la soledad y el desconcierto de ese muchacho de provincia -llámese Moraldo o Marcello- que arriba a la gran ciudad para que ésta lo acepte y lo integre sin saber que el precio es la soledad y la alienación. Las prostitutas, los clowns, los cómicos trashumantes pertenecen a un tiempo que ha sido borrado sin piedad. Para todos ellos queda la necesidad de volver a creer a cualquier precio o el rostro de esa chica con perfil de ángel que trata de comunicarse inútilmente con Marcello en una playa, frente a un monstruo marino y unas figuras nocturnales que deambulan como fantasmas o como vampiros. El tiempo de Fellini es el tiempo del adiós a lo que pudo ser y no fue.

Kezich rescata la anécdota, ya conocida, del momento en que se conocen el director y Nino Rota. Fue una tarde -dicen- a la salida de los Estudios Lux. El músico espera, enfrente, que llegue el autobús. Fellini le pregunta qué colectivo va a tomar. "El 104", responde Rota. Su interlocutor le aclara que esa línea no circula por esa calle. De inmediato, el 104 dobla la esquina como una aparición, frena y Rota sube. El episodio es tan surreal que valdría la pena agregar que Fellini subió tras él y que entre los pasajeros se contaban una mujer inmensa a quien apodaban La Sarracena, un adolescente delgaducho que nunca más volverá a su pueblo, un Casanova pálido con una muñeca en la falda, una prostituta todo candor llamada Cabiria, el caballero Mastorna dispuesto a emprender un viaje imposible, una muchacha complaciente bautizada Gradisca, Mandrake El Mago con el perfil de Mastroianni, dos monjas, un cura, tres payasos, un flautista y algunas gordas de belleza increíble. Más allá, sobre un mar de plástico y telgopor fabricado en Cinecittá, la fantástica nave de los sueños que va y que va. Alguien susurra: "Todo es falso y todo es cierto".

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