jueves, 31 de enero de 2008

Los intelectuales norteamericanos ante las elecciones


Gore Vidal escribió alguna vez que en los Estados Unidos existen dos partidos políticos de igual tamaño: el partido de los que votan en las elecciones presidenciales y el partido de los que no. Lo mismo puede decirse de la casta intelectual. Están los que intervienen sonoramente durante la campaña para ofrecer lo mejor y lo peor de sí mismos al candidato demócrata o republicano que decidan patrocinar. Y están los que pasan gran parte de su tiempo esquivando balas para montar una obra de Samuel Beckett en Sarajevo o denunciando la voracidad imperialista de su presidente, pero en épocas de comicios prefieren observar calladamente el safari electoral desde la cátedra universitaria, desde el vidriado penthouse loft o desde la barra del bar. Si algo comparten unos y otros, son las ilusiones perdidas en cada recuento de votos: ni los tercos afanes de los primeros ni el atribulado silencio de los segundos parecen haber tenido incidencia real en la decisión de los electores.

Nada de esto sorprende en un país que carece de Ministerio de Cultura, que sólo destinó con generosidad fondos gubernamentales a las artes y a las letras cuando las consideró la mejor propaganda para ocultar el canto de las sirenas soviéticas durante la Guerra Fría, y cuyos presidentes acostumbran tener, a excepción del demócrata Woodrow Wilson —uno de los forjadores del Tratado de Versalles que reorganizó Europa después de la Primera Guerra Mundial—, un historial educativo que sólo aporta el mínimo requerido para ocupar un cargo municipal. Es cierto que cada administración tuvo su consejo de notables, de filósofos a la carta, y aun sus romances platónicos entre presidentes y asesores de cabecera, como el que existió entre John Fitzgerald Kennedy y el historiador Arthur Schlesinger Jr., o entre Richard Nixon y Henry Kissinger, su Secretario de Estado y Premio Nóbel de la Paz de 1973 que hizo volar los bombarderos sobre Camboya y el Plan Cóndor sobre el Cono Sur durante los tempranos años setenta. Pero no es menos cierto que las elecciones norteamericanas se definen por la angustia de otras influencias, como quedó demostrado con el segundo mandato de George W. Bush, reelegido después de la invasión a Irak, a pesar de la vituperación polifónica del red set internacional.

En la carrera 2008 hacia la Casa Blanca, los intelectuales norteamericanos se muestran apáticos, paternalistas o crispados. Noam Chomsky, profeta incansable para quien sólo existe el Apocalipsis, parece estar entre los primeros, al punto que en su página web cuesta encontrar, entre flamantes DVDs y libros que propagan la imagen y la palabra del maestro, alguna alusión a las actuales elecciones. Las referencias se detienen en las últimas presidenciales del 2004: "Durante años, las campañas electorales han estado organizadas por la industria de las relaciones públicas y cada vez con mayor sofisticación —sostiene Chomsky—. Con la mayor naturalidad, la industria utiliza la misma técnica para vender candidatos que para vender dentífrico o medicamentos para mejorar la calidad de vida. El objetivo es dominar el mercado mediante la proyección de imágenes que distorsionen y oculten la información, y de la misma manera distorsionan la democracia empleando el mismo método". Su lamento es inapelable: descree que exista democracia en los Estados Unidos.

Algo similar ocurre con Gore Vidal, luego de que su protegido Dennis Kucinich, el más izquierdista de los postulantes demócratas, desistió de su candidatura. Vidal, quien durante más de medio siglo hurgó encarnizadamente en el cuerpo político norteamericano con una lupa y un escalpelo mojado en curare, parece haber perdido interés en la campaña por la presidencia, al menos en esta primera etapa, aunque su apoyo moral tiene como beneficiaria a Hillary Clinton. Todo indica que ella puede necesitarlo, acaso menos para recuperar votos perdidos que para cicatrizar sus heridas narcisistas.

El 14 de enero, en la revista electrónica Slate, Christopher Hitchens perpetró lo que técnicamente se denomina "asesinar una reputación" (character assassination), ese virtuoso ejercicio de estilo que sólo puede apreciarse si incluye la ejecución pública de la víctima. Hitchens repasa con alevosía cada una de las flaquezas de Clinton: su fracaso en el intento de reforma del sistema sanitario durante la presidencia de su marido, su campaña de difamación contra Mónica Lewinsky y las restantes porristas partidarias que tuvieron sexo con Bill, su consentimiento a la invasión a Irak en el Senado y sus posteriores intentos por negarlo, su cándida mitomanía.

Recuerda Hitchens que durante un viaje que los Clinton hicieron a Nepal en 1995, conocieron a sir Edmund Hillary, el primer hombre que llegó a la cima del Everest. A partir de entonces, Hillary afirmó públicamente que su madre la había llamado así en homenaje al explorador. Años después alguien recordó que ella había nacido en 1947 y Hillary había escalado el Everest en 1953. Tras un prolongado silencio, una vocero del Partido Demócrata dio una explicación tan candorosa como la mentira que pretendía enmendar: "Era una tierna historia familiar que contaba su madre para inspirar el sentido de la grandeza en su hija. Y me atrevería a agregar que lo logró".

Antiguo troskysta y polemista estrella de la izquierda angloamericana, el inglés Hitchens perdió peso al apoyar sostenidamente la política exterior después del atentado contra las Torres Gemelas. En este punto, no se le puede negar coherencia. Exhibe con orgullo su flamante nacionalidad norteamericana y anuncia su aprobación de dos candidatos republicanos: Rudy Giuliani, ex alcalde de Nueva York, y el veterano de Vietnam John McCain.

Los restantes favoritos conservadores, el mormón Mitt Romney y el ex pastor bautista Mick Huckabee, merecieron sendas impugnaciones centradas en el patriotismo de fe religiosa de cada uno de ellos. Lo mismo ocurrió con su diatriba contra Obama, publicada recientemente en Slate al igual que las otras. Hitchens, después de poner en duda la plena negritud del senador, se alarma por los vínculos de éste con el reverendo afroamericano Jeremiah A. Wright Jr., de la Trinity United Christ Church, un "congregación orgullosamente negra y ostensivamente cristiana" de Chicago. Hitchens recae con demasiada facilidad en la consabida trampa del ateísmo militante: el desprecio irracional por la irracionalidad.

La invasión a Irak, las incorrectas políticas estatales y la ineluctable recesión económica de las dos presidencias de George W. Bush desalientan toda demolición del Partido Republicano. Los pronósticos parecen adjudicar una holgada victoria demócrata. Por eso no es sorprendente que en estas elecciones primarias las apologías y detracciones apunten hacia el senador negro con un nombre —Barack Hussein Obama— que recuerda a los dos mayores enemigos públicos de los Estados Unidos en la última década, y hacia la mujer que casi todos adoran odiar. Ambos ofrecen un blanco perfecto para quienes quieran salir a derribar reputaciones con la esperanza de mantener o de reconstruir las propias.

Pero entre una acusación de racismo y otra de sexismo, la opción es clara. Hillary, o Billary, se lleva la peor parte. Y si algo demuestra esta campaña 2008, es que ni la raza ni el género son garantías de solidaridad automática. En una entrevista reciente para el Corriere della Sera, Camille Paglia, en sus propias palabras "egomaníaca feminista bisexual" y exacta contemporánea de Clinton, la definió como "una falsa feminista" que carece de "temperamento presidencial y tiene demasiados impedimentos psicológicos, entre ellos la megalomanía y el complejo de persecución". Sin embargo, la senadora cuenta con el patrocinio de algunas feministas de la vieja guardia, como Erica Jong y Gloria Steinem, que justificó su aval porque Clinton "no tiene que demostrar su masculinidad".

"Sí que tuvo que mostrar su masculinidad —replicó Maureen Dowd en The New York Times—. Por eso votó a favor de la guerra contra Irak y respaldó la hostilidad de la Casa Blanca hacia Irán".

A diferencia de Obama, Hillary tiene al menos una poeta que cante su gesta electoral. La semana pasada, la escritora negra Maya Angelou le dedicó una rapsodia, que grabó en video con acompañamiento musical. "No te rindas Hillary —dice la autora de Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado—. Si ustedes la ayudan a levantarse, se levantarán con ella y la ayudarán a hacer de este país un lugar maravilloso donde todos los hombres y todas las mujeres vivirán libremente sin piedad fingida y sin un miedo que los paralice. Levántate, Hillary. Levántate".

Hace algunos años, Angelou creó frases para imprimir en tarjetas postales Hallmark: estilo y sustancia la delatan. Más allá de elogios y dicterios, Hillary Clinton seguramente derramó una o dos lágrimas cuando supo que la animadora afroamericana Oprah Winfrey bendijo la candidatura de Obama desde su talk show, el programa de mayor rating en la historia de la televisión norteamericana. Una derrota que verdaderamente importa.

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