domingo, 8 de noviembre de 2009

El regreso de la Secta del Gatillo bonaerense

El regreso de la Secta del Gatillo bonaerense


El ataque al ex futbolista Cáceres puso otra vez en foco a los pibes chorros. Pero detrás de la violencia urbana subyace la presencia de la Bonaerense y sus aliados del poder. Cómo funciona en la provincia el fenómeno de la inseguridad.

Por Ricardo Ragendorfer
rragendorfer@miradasalsur.com


Aquellas palabras parecían salidas de los labios del mismísimo Carlos Ruckauf.

–Cuando nuestra policía tiene que enfrentar a delincuentes, los enfrenta. Y si por el carácter del enfrentamiento, tiene que abatirlos, lo hace –dijo, con tono poco coloquial, el gobernador Bonaerense Daniel Scioli–.

Hablaba por teléfono con Radio 10. Por tal razón tuvo que interrumpir durante unos minutos la reunión de gabinete del lunes pasado. A su derecha, el ministro de Seguridad, Carlos Stornelli, oía sus dichos con los ojos clavados en el piso.

–Hay que impulsar una legislación para considerar punibles a los que tienen 14 años –agregó el ex corredor de lanchas–.

Finalmente, dijo:

–No estamos hablando de mano dura ni mano blanda. Sino de Justicia.

Como remate, se escuchó el estampido de su brazo izquierdo al golpear sobre la mesa. Ello hizo que Stornelli parpadeara.

Lo cierto es que el sangriento ataque sufrido por el ex futbolista Fernando Cáceres durante la madrugada del domingo en una calle de Ciudadela ocupaba el primer lugar de la agenda mediática, al punto de que el tema de la inseguridad había vuelto a su cima, junto a su más reciente ladero conceptual: el debate para bajar la edad de imputabilidad a los menores. No menos cierto es que la agresión a Cáceres y el homicidio del bancario Gonzalo Echarrán, ocurrido el 15 de octubre, comparten la misma matriz: el robo de vehículos. Y pese a que, en algunos casos, sus hacedores suelen ser chicos que aún no han cumplido los 18 años, no es un secreto que detrás de tal operatoria anida una actividad mafiosa que involucra por igual a funcionarios y policías. Sin embargo, nadie habla de bajar la edad de imputabilidad a intendentes y comisarios. Y por ser dicho negocio una de las cajas más redituables de la corporación policial, su aumento –del 19,5 por ciento en lo que va del año con respecto a todo 2008– se convierte en una muestra palmaria del creciente fervor recaudatorio que anima la vida institucional de la fuerza de seguridad más díscola del país. En ello, claro, subyace una inquebrantable política de Estado.

Danza con lobos. “Hay que devolverle el poder de fuego a la policía”, fue la frase fundacional de su gestión. Toda una declaración de principios. En aquellos días, el flamante ministro Stornelli anunciaba que la Bonaerense tendría otra vez un jefe máximo. Fue, sin duda, el primer paso en la estrategia de confianza de Scioli hacia la policía provincial. Semejante romance tendría su momento más intenso el 15 de diciembre del año pasado, cuando el mandatario notificó, en la Escuela Juan Vucetich, el regreso al estatuto policial que imperaba antes de las reformas del ex ministro León Arslanián. Previamente, Stornelli había mantenido en el mayor de los sigilos una inquietante reunión con un personaje, por demás, oscuro.

A las 18.45 del jueves 30 de octubre –tal como informó Miradas al Sur hace exactamente un año– se vio entrar a un hombre alto, canoso y espigado al despacho del ministro. No era otro que el comisario retirado Mario Chorizo Rodríguez, un antiguo alto dignatario de la Maldita Policía que supo dominar a sangre y fuego durante la década del ’90 los territorios bajo su control. Dicen que en su visita al edificio de La Plata donde alguna vez funcionó la antigua jefatura policial, el Chorizo fue consultado sobre cómo optimizar los vínculos entre el poder político y los uniformados. Sería el fin de las reformas consumadas por Arslanián entre marzo de 2004 y diciembre de 2007.

En tal lapso, el ex ministro dispuso desplazar por causas gravísimas a más de 3.600 policías. Con su política también se malograron cajas millonarias. Y hasta fue descuartizada esa estructura vertical en la que los diezmos del delito se deslizaban como por encima de una sábana. No por ello, claro, disminuiría el nivel de la corrupción, dado que la Bonaerense es como el agua: siempre toma la forma del envase que la contiene. En consecuencia, lo que hasta entonces fue una empresa perfectamente aceitada y con un mando único, derivó en un ominoso entramado de jaurías policiales autónomas que –en convivencia con punteros, intendentes y jueces– se disputaban entre sí el gerenciamiento del delito en el territorio provincial.

En cambio, la política de Stornelli es inversa. Y consiste en una contrarreforma. Ello sugiere la existencia de un pacto implícito entre el Ejecutivo y los uniformados: vista gorda ante ciertas prácticas y negocios a cambio de que los policías intensifiquen su presencia en la calle, para de tal modo instalar la ilusoria sensación de que se combate al delito. En ese marco, el retorno a la vieja estructura –consistente en reemplazar el escalafón único del personal por otro que diferencia a los suboficiales del personal jerárquico– satisfizo con creces uno de los más caros anhelos del comisariato.

A ello se añadió la aprobación de la ley diseñada por el ministro de Justicia, Ricardo Casal, que restringe el régimen de excarcelaciones sólo a presos mayores de 70 años, mujeres embarazadas y enfermos terminales. Y, además, la prédica gubernamental sobre los beneficios de encarcelar a menores de edad. Aquellos sólo fueron algunos de los mecanismos activados para desatar una irrefrenable cruzada por la mano dura.

Empresa nacional. En sintonía con sus mandantes políticos, el jefe de la Bonaerense, comisario general Juan Carlos Paggi, pidió a la sociedad “debatir el problema de la minoridad que tanta preocupación provoca en la gente”. Luego, aclararía:

–La policía actúa dentro de la ley. Pero es necesario modificarla, porque ahora queda la sensación de que estos chicos entran y salen debido a que hay una situación jurídica que lo permite.

Sin embargo, su guerra contra los malvivientes es enturbiada por graves sospechas sobre su propia task force. Tanto es así que, por caso, el juez platense Luis Arias denunció que “los policías reclutan a los chicos y después liberan zonas para que puedan robar”. También es un secreto a voces que la influencia de los hombres de azul se extiende –de manera preferencial– a otras modalidades delictivas como el tráfico de drogas y la piratería del asfalto. Ello habla a las claras de un vínculo indisoluble entre la corrupción policial y la inseguridad. Desde una perspectiva más global, es significativo que a partir del desembarco de Stornelli en el Ministerio de Seguridad, la recaudación policial sobre las cajas del delito haya aumentado, junto al hecho de que tal acumulación de capital tienen en la actualidad un carácter inequívocamente orgánico. Al igual que en la época de Pedro Klodzyck, la cosecha clandestina de dinero recorre otra vez una ruta piramidal: desde las seccionales hasta la Jefatura, pasando por las Departamentales, convirtiendo así a esa fuerza policial en una eficaz administradora de fondos no genuinos. En un contexto así, claro, el intento de aplicar una política de seguridad es como hablar del sexo de los ángeles.

Cabe señalar que el enorme flujo monetario que pasa por las arcas de la Bonaerense no sólo termina en los bolsillos de los comisarios. Por el contrario, también sirve para financiar parte de los gastos operativos de la fuerza; además de subir hacia sus socios políticos y judiciales. Entre los primeros, resaltan desde punteros hasta intendentes. Y en cuanto a la Justicia, ya se sabe que ella depende de la policía hasta para el traslado de detenidos.

En la vidriosa trama de la inseguridad, la Bonaerense actúa como un combustible. Si la política de la dupla Scioli-Stornelli dio muestras de su voluntad por restaurar los peligrosos atributos de fuerza en sus peores días –es decir, el añejo linaje de porongas, recaudadores y soldados– las derivaciones recientes de la violencia urbana poseen una sombría lectura: la Maldita Policía está otra vez entre nosotros.

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