domingo, 2 de septiembre de 2012

Neil Armstrong

Adiós a la Tierra

Frío y taciturno, el primer hombre en pisar la Luna fue ícono y héroe de una época en la que el espacio exaltaba la imaginación. Murió hace una semana, a los 82 años.

POR Federico Kukso

Cuando Neil Armstrong nació en 1930, el astrónomo C.W. Tombaugh descubría Plutón, el físico Robert Van de Graaff inventaba el acelerador de partículas, Europa agonizaba en una gran crisis financiera y el Ku Klux Klan sembraba el miedo y la muerte en el sur de Estados Unidos. Cuando murió, hace una semana, a los 82 años, luego de que le fallara el órgano más frío de su cuerpo, el corazón, Plutón hacía rato que había sido expulsado de la categoría de “planeta”, el superacelerador LHC cazaba nuevas partículas subatómicas en Suiza, el viejo continente tambaleaba económicamente y los talibanes decapitaban en Afganistán a 17 personas que se habían atrevido a bailar en una fiesta mixta.
Salvo pequeñas grandes excepciones (guerras, exterminios, Hiroshima y Nagasaki, golpes de Estado, magnicidios y atentados, trasplantes, clonaciones, Internet y la zombificación global provocada por los celulares), pasaron muchas y pocas cosas, según cómo y quién lo vea. Aunque en el medio sí sucedió algo que ni los conspiradores se atreven a cuestionar: ocurrió Neil Armstrong. Así, como estalla una tormenta, como se desata un huracán, irrumpió el señor astronauta. El primer ser humano en poner un pie –el izquierdo– en otro mundo, el “capitán hielo” para sus amigos, el socio número 80.400 de Independiente, el explorador taciturno, modesto y de nervios de acero retratado así por Tom Wolfe en The Right Stuff , aquel que hizo honor a su apellido no fue sólo un hombre. Fue un suceso.
A las 22.56 (hora argentina) del domingo 20 de julio de 1969, en un momento infinito que visto ahora condensa euforia y decepción, el triunfo de la imaginación técnica y un sentimiento de realidad perdida, la Tierra se detuvo. Los televisores sincronizaron las angustias y deseos de millones de seres humanos. Neil Armstrong fue todos los hombres (y mujeres). Los de ayer, los de hoy, los de siempre.
Luego de 109 horas de viaje a bordo del Apolo 11 –una parada más de la revolución de los transportes que arrancó en el siglo XIX con el tren, el auto, el subte, el avión y el transbordador–, después de algo más de 384 mil kilómetros de ansiedad y adrenalina, y nueve peldaños eternos de la escalera del módulo lunar “Aguila”, la humanidad se transformó en una especie interplanetaria. Mientras Estados Unidos pisaba Vietnam (y Onganía pisaba a la Argentina), al mismo tiempo que Israel y Egipto se despedazaban en el Canal de Suez, la aventura tecnológica como esfuerzo colectivo llegaba a su cenit, pese a que ahora todo aquello se sienta tan lejano como las pirámides de Egipto.

Con aquel pequeño paso para un hombre y un salto gigante para la humanidad, Armstrong reordenó los sentidos de la misma manera en la que el descubrimiento de las leyes de la perspectiva formateó la concepción del espacio entre los siglos XIV y XVII. Así como el automóvil reconfiguró el espacio urbano, los viajes espaciales alteraron el espacio de la imaginación. No sólo hundieron las coordenadas de arriba y abajo en una profunda crisis. Volvieron cercano lo lejano y lo lejano, extraño. El más allá se volvió más acá.
Si el hombre ideal del siglo XVIII fue Robinson Crusoe, el personaje central y trágico del siglo XX, en cambio, fue el astronauta. Y el rey de los astronautas fue Neil Armstrong. Las máquinas más complejas jamás creadas por el ser humano –en el fondo, cápsulas de escape de aquella otra nave llamada Tierra– habían vuelto obsoleta la fuerza muscular. Para decepción de los gerentes de gimnasios, el astronauta –el héroe moderno– nunca fue aquel sujeto inflado, de bíceps contorneados como montañas sino el geek con actitud, aquel que, ante los ojos voraces del televidente encadenado al sillón, disfrutaba de las delicias de la ingravidez, experimentaba el abismo, se embriagaba de vértigo, caía hacia el cielo, flotaba en el espacio como el feto nada en el líquido amniótico del útero.
Como lo presume su biógrafo James Hansen desde el título de su libro, First man , Armstrong fue un Adán lunar de 38 años. El científico, el piloto, el explorador, el ingeniero, el “único hombre del siglo XX que será recordado dentro de 50 mil años” como dijo J. G. Ballard, aquel que había instalado en la mente de millones una idea peligrosa –la Tierra tiene una salida–, se graduó como ícono de la posibilidad: con su viaje, la Luna, aquella bola en el cielo que durante eones había regulado las mareas, que bautizó a los locos (los lunáticos), que Aristóteles había imaginado perfecta hasta que Galileo la desnudó con un telescopio casero, dejó de ser un ideal, un objeto intangible. Aquella roca gris y de majestuosa desolación se convirtió en un destino.
Nadie, ningún ser vivo, nada, en los 4.600 millones de años de la Tierra, nunca había llegado tan lejos. Como el resto de los once hombres que pisaron la Luna, Armstrong abrió una puerta. Y luego –todos– la cerramos. Le dimos la espalda a la visión utópica y expansiva de la historia. El futuro había llegado muy rápido. La chispa de la fascinación se extinguió. Las misiones espaciales demostraron el poder y velocidad del desencanto. Lo extraordinario se había vuelto rutina. El ser humano había intentado domesticar el espacio y el espacio terminó domesticando al ser humano. A los viajes espaciales, los aniquiló el control remoto.

Quizás porque ya habíamos estado ahí antes, cada alunizaje se sintió como un déjà vu . Antes del Sputnik, Yuri Gagarin y Armstrong, los escritores de ciencia ficción tenían todo el espacio para ellos mismos. Stanley Kubrick filmó 2001: odisea del espacio en 1968. Hasta que llegaron estos personajes con sus sonrisas heroicas para señalarles a Verne, Wells, Méliès, Clarke y Asimov en qué se habían equivocado.
El programa espacial estadounidense, el esfuerzo más grande en la historia de la humanidad, murió cuando el pie de Armstrong tocó la superficie lunar. No fue el comienzo de una nueva era. Fue el final. Los astronautas dejaron de abastecer al imaginario de imágenes y fantasías. Y, reemplazados por robots como el Curiosity ahora en Marte, hombres como Armstrong dejaron de ser necesarios.
Con los años, el espacio interior –el genoma– se convirtió en más atractivo que el espacio exterior. Los transbordadores dejaron de lanzarse a lo desconocido para desplazarse a más-de-lo-mismo. Se jubilaron como máquinas de la decepción: no nos vamos de vacaciones a Júpiter ni conducimos autos voladores.
Incluso Armstrong –que visitó la Argentina dos veces en 1969– se hartó de la Luna. Se asqueó de la adulación permanente y de las preguntas calcadas de los periodistas, de los solicitadores de autógrafos, de aquellos desquiciados que le cortaban el pelo para luego venderlo. Se cansó de los negadores y de la infinitud de la estupidez humana. A diferencia de Buzz Aldrin que se pavoneó ante las cámaras, Armstrong le escapó al mundo. Como J. D. Salinger, el Colón espacial se refugió en el silencio.
Y ahora, el héroe discreto que nos recordó nuestro lugar en la naturaleza murió, como pronto lo harán los otros ocho que vivieron lo que Armstrong vivió y sintió. El hombre más famoso del mundo ya no existe. El universo, mientras tanto, sigue en espera.

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