domingo, 21 de octubre de 2012

Previas al 7 D

Los medios vienen marchando o las tareas previas al 7D


Un relato no es, como se lo pretende hacer aparecer para restarle legitimidad, de construcción imprescindiblemente intelectual o política, sino una tarea de todos.

Otras notas

  • El docente tiene que plantearse leer en el aula. Y para leer en el aula hay que abrir el libro. No hay otra cosa. A mí lo que me provoca dolor, es el docente que no lee en el aula creyendo que los chicos después no van a leer. Y ahí me parece que está la ruptura más grande, lo que hay que solucionar. Puede ser que no lean, pero también puede ser que lean. Nadie lo sabe. Nadie sabe qué va a pasar con esos chicos cuando terminan la escuela. Entonces hagamos esto ahora: leamos en clase”, plantea Ángela Pradelli, con un tono armonioso y un fraseo sereno que no endulza la urgencia de sus palabras.
  • Dando por hecho que hubo varias dificultades impuestas por las medidas judiciales que propiciaeron algunos grupos concentrados de la comunicación y la oposición política, se empezaron a poner en práctica las imposiciones de la Ley de Servicio de Comunicación Audiovisual.
  • Sábados, 20.30, televisión de aire, un programa sobre la novela argentina. Hasta ayer, esas premisas parecían imposibles de reunir en un solo ítem. Pero la cosa se dio. Y mucho tiene que ver en eso Ricardo Piglia, el hombre que ayer –y por tres sábados consecutivos a las ocho y media de la noche por Canal 7–, apareció frente a cámara a charlar, como señala, “cuestiones en las que estuve trabajando siempre. Algo que, ilusoriamente, sería una historia de la novela argentina. Básicamente, repreguntarse por el adjetivo”.
  • Los noticieros y los canales de noticias pretenden ser espejos que reflejan la realidad: eso está ahí, eso está pasando, y yo te lo muestro. Pero los espejos no hablan. La que habla es la mirada. La mirada de la madre cuando le da la teta a su bebé. O cuando el bebé se descubre reflejado en el espejo y le confirma que “sí, ése sos vos”. O la mirada del padre que juzga al hijo. O la mirada del moderno periodista televisivo que nos mira a los ojos, nos habla, y establece un vínculo con nosotros, hace contacto.
  • Es posible que, de cara a la posteridad, 2010 sea recordado como el año en el que muchos argentinos terminaron de aprender a sospechar de los medios.” Con esa hipótesis como punto de partida, Carlos Barragán y Julieta Dussel idearon ¡Ay, diarios!, el libro con el que logran leer entrelíneas, desde una mirada astuta e irónica, las construcciones noticiosas y los abordajes que los diarios nacionales hicieron de los temas que coparon las agendas mediáticas el año pasado.
  • Un intelectual del siglo V antes de Cristo, Teognis, cuyos poemas eran de lectura obligatoria en las escuelas, decía que “ningún hombre es rico o pobre, noble o plebeyo, sin la intervención de los dioses”. Lo mismo, aunque, obviando el plural, con un dios en singular, repitieron los autores judíos del Libro de los Salmos y del de los Proverbios. Y así lo heredaron los intelectuales cristianos.
El mayor patrimonio, y el mayor deber, de un lector es dudar de aquello que lee o de eso que quieren que lea, incluida esta nota. Una guía para comprender el trabajo a desarrollar por la sociedad antes del 7 de diciembre.
Habría que agradecer a Eduardo Galeano la repetición de esa frase legendaria con la que alguien transformó una pared de Montevideo en algo así como las tablas de la verdad: “Nos mean y en los diarios dicen que llueve”. Y se debe agradecer la repetición, ya que más allá de lo que ocurra el 8 de diciembre, los únicos que pueden garantizar la democracia informativa son los lectores de diarios, los escuchas radiales o los espectadores de televisión. Son (somos, aunque la primera persona suene siempre demasiado incómoda en un medio) los únicos que podemos pelear y ganar esa batalla contra la desinformación sin necesidad de caer en chicanas, recurrir a cautelares o aplicar menesundas varias. En tren de citar, valga lo que afirmaba el poeta mendocino Armando Tejada Gómez: “Diga no, simplemente, y se le viene abajo toda la estantería”. Himno a la libertad sin límites, decir “esto no lo leo” (o “no lo escucho” o “no lo miro”) rompe la lógica tendiente a formar y no a informar; esa lógica que ya tiene varias décadas en el país y que –aunque muy pocos hoy lo recuerden– llevó a que, durante el menemato, los periodistas, todos (no olvidar que “todos” eran –éramos– progresistas durante el menemato, ¡era tan fácil!), se creyeran los encargados de impartir y repartir justicia. Y la ruptura de esa lógica garantiza, se insiste, más allá de cualquier discusión jurídica, la caída en el olvido de aquello que, cada día, se torna más imprescindible de olvidar.

Claro que, para olvidar tranquilo, primero es preciso recordar. Por eso, nada mejor que conocer varias de las matufias con las que los dueños de los medios de comunicación (repetidas hasta el paroxismo por muchos de sus periodistas) machacan en la sociedad. Noam Chomsky (alguien que sabe, y muy en serio, de todo eso) señalaba algunas de las principales. A saber: Distracción; construcción e instalación de un supuesto problema para pasar a ofrecer, de inmediato, la solución; obligar al público a creer que son criaturas de poca edad y que, por eso, deben hablarles como a idiotas; mantener a sus fieles en la ignorancia y la mediocridad y, al mismo tiempo, estimularlos a creer que esa ignorancia y esa mediocridad es “estar en la onda”; hacer abuso de lo emocionante por sobre lo reflexivo, y, sobre todo, inducirlos a comprar alegremente eso de que “el medio” los conoce mucho mejor de lo que ellos mismos creen conocerse.
Antes de entrar en detalles en cada una de esos chanchullos, conviene releer lo que claramente decía Ricardo Forster: “El 7D será un día importante, pero no cambiará radicalmente aquello que sigue estando en juego. Abrirá una fisura en el lenguaje de la dominación que supo encontrar en los medios de comunicación y en la industria cultural instrumentos fundamentales para seguir perpetuando su concepción del mundo y de la vida”. Afirmación que, justamente, refleja de manera simple y concisa aquello que uno cualquiera sabe pero le cuesta articular. Y aquí sí es imprescindible caer en la primera persona: uno es, a mucha honra y, aunque parezca mentira, tras largo trabajo, uno cualquiera. Ese ciudadano “medio pelotudo” (copyright perteneciente al periodista Juan Rezzano y su recomendable blog El pelotudo medio) que entra a un bar y encuentra Clarín en la mesa de al lado (“ejemplar de gentileza”) descerrajando certezas tan brutales como “llega el Día del Niño y no hay Barbies” o debe bajar el cafecito mientras TN desgrana mala noticia tras mala noticia y culpa tras culpa con sus distintas y tan similares caras indignadas y voces de circunstancia.
El relato, que le dicen. Pero un relato que no es, como se lo pretende hacer aparecer para restarle legitimidad, de construcción imprescindiblemente intelectual o política sino tarea de todos –los ciudadanos de a pie que esgrime Mario Wainfeld–, ese “nosotros” largamente renombrado como “masa”, “gente”, “pueblo”, “soberano”, etcétera, según la ideología del que lo mencione.

Por eso se torna una obligación empezar a leer, escuchar y ver más allá de lo que se escribe, se dice y se muestra. Es decir, entender qué quieren los medios –todos–, que la sociedad lea, escuche o vea.
Sólo de esa manera podrán destrabarse las estrategias bien o mal intencionadas,a favor o en contra, de desinformación.
Retomemos a Chomsky y su denuncia sobre la estrategia de la distracción como elemento primordial de control social: “Consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las élites mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes”. De ese modo, se le impide al público, haciéndolo creer que es su propia decisión, interesarse por los conocimientos esenciales y se lo mantiene alejado de los verdaderos problemas sociales mientras quedan cautivos de temas sin importancia real (vaya como ejemplo, aunque un buen ejercicio es mirar las tapas de los grandes diarios día tras día y descubrirlos por uno mismo, la mención de las Barbies y los pobres niños que no tendrán la célebre y anoréxica muñequita como regalo en su día).
La otra gran estrategia, la de crear un problema para después brindar la solución puede analizarse en las recientes elecciones presidenciales realizadas en Venezuela. Resultaba oprobioso observar y escuchar a muchos enviados especiales a cubrir tal evento decir al aire, detrás del escritorio y la infaltable notebook abierta a la nada, dos minutos antes de que el Comité Nacional Electoral diera los datos precisos, que se estaba “frente a un empate técnico”. Esa noticia de “empate” intentaba crear la siguiente “situación” al conocerse el 55 por ciento: “hubo fraude, si tal o cual periodista dijo recién que hubo empate”.
Todo eso aderezado con el lenguaje típico de las monerías hacia un pequeño, ya que cuanto más se intenta engañar al lector/escucha/espectador, más se tiende a adoptar un tono infantilizante. Dice Chomsky en Armas silenciosas para guerras tranquilas: “Si uno se dirige a una persona como si ella tuviese 12 años o menos, entonces, en razón de la sugestionabilidad, esa persona tenderá, con cierta probabilidad, a una respuesta o reacción también desprovista de un sentido crítico: como la de una persona de 12 años o menos de edad”.
Las pruebas pueden encontrarse en titulares anodinos que patentizaron el “ahora dicen” como una suerte de “había una vez” pero infinitamente menos literario. O en las muecas/guiños a cámara similares a las que los actores de teatro infantil utilizan para preguntar a la platea dónde está la bruja. O en las entonaciones encomiables para la lectura nocturna de cuentos al pie de la cama de un hijo pero abusivas en el noticiero de las 19 o de cualquier otro horario.
Si eso no alcanza para desbaratar las maniobras, es bueno comprender la utilización de los aspectos emocionales para que se opere un cortocircuito en cualquier posibilidad de análisis racional. Maniobra que se complementa con la tendencia a hacer creer que uno (lector, escucha, espectador) está incapacitado para comprender cómo puede esclavizar la manipulación de la tecnología. Chomsky dixit: “La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposible de alcanzar para las clases inferiores”. Allí están, por ejemplo, las infinitas “llegadas” mediáticas hasta “el país que nadie muestra”, como una suerte de dioses blancos que descubren “alla Colón” lo que ya estaba ahí y tenía voz propia en lugar de permitir que sea ese país el que se muestre a sí mismo e informe sobre lo que es necesario para su cotidianidad y su futuro. O, también, la inveterada costumbre de repetir el parte meteorológico de la Ciudad de Buenos Aires (sensación térmica incluida) en el cuadradito inferior de las pantallas de todos los canales nacionales de televisión: ¿qué extraña mitología lleva a hacer creer que a los habitantes de Tilcara, Santo Tomé o Maquinchao les urge saber desesperadamente si los 12º de temperatura a las 20.30 en la porteña Villa Urquiza les cambiará su cosmovisión del mundo?

En una época de cambios –o, si se prefiere, en un cambio de época– es bueno cambiar. Para hacerlo, es necesario saber qué se era antes. Sobre todo cuando se trata de algo tan hecho carne como las astillas de la argentinidad. Miguel Brascó, con su seriedad siempre al borde de la carcajada, decía que el ser argentino estaba escondido dentro de una cajita de fósforos de cera Ranchera detrás de la carta de Graham Greene dejada como al descuido (pero para que todos vean que el británico mantenía contacto epistolar con el dueño de casa) en la biblioteca de Ernesto Sabato en Santos Lugares. Parece hora de empezar a ubicarlo en un sitio no tan intrincado. O de comenzar a pensar, de una vez y para siempre, que quizás una de las razones del ser nacional (sobre todo el de aquellos que habitan la pampa húmeda) radica en que caminamos por la llanura, pasito a paso, con la mirada fija en un horizonte que se aleja cada vez más, como si lo hiciéramos por una ruta impecable, plana y sin contratiempos, sin comprender y sin siquiera darnos cuenta, de que la tierra es redonda.

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